Ya estamos finalizando nuestra preparación para la fiesta, hoy día octavo y habiendo visto la realidad, habiendo mirado y disfrutado de la visión de unidad y de comunión, también hemos sufrido conscientes de la ruptura y del mal del que somos parte, del llamado pecado social.
Pero también hemos visto la cura, la solución que podemos utilizar si queremos restaurar las relaciones, regenerarlas…
Hoy quiero invitarte e invitarme a ansiar y a agradecer. Conscientes que está ahí pero todavía no del todo; que ya estamos viviendo en plenitud, en armonía, pero todavía no plenamente, te invito y me invito a aspirar a la plenitud. Contemplar a Cristo glorioso, a la Virgen, a los santos, a todos que ya han integrado su vida. Verlo como nuestra meta.
No podemos volver al paraíso pero sí podemos soñar con llegar a la plenitud del Reino, a la culminación de los tiempos, donde Dios sea todo para todos y donde reine la justicia. Podemos soñar y hacer presente mediante nuestros gestos, hacer realidad con pequeños gestos de ternura, para que vaya creciendo, el cielo, el Reino de paz y justicia.
La felicidad, la plenitud, es la comunión. La unidad, la fraternidad universal, esa es nuestra meta. Un mundo donde todos puedan vivir según el sueño de Dios, relaciones plenas renovadas, endiosadas.
Celebra, igual que Dios encarnado que se hizo alimento por nosotros, descubre el valor de lo encarnado, de lo pequeño. El valor del gesto, el valor de la ternura. Y el valor de los signos, también de los sacramentos.
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«La creación está orientada hacia la divinización, hacia las santas bodas, hacia la unificación con el Creador mismo». Por eso, la Eucaristía es también fuente de luz y de motivación para nuestras preocupaciones por el ambiente, y nos orienta a ser custodios de todo lo creado” (n. 236).
«Salva a todo precio la unión y la armonía.» Cta. 98,1