Siguiente tema del ciclo básico sobre el carisma palautiano. Esta vez, el mes del Sagrado Corazón, revisamos los dos actos del amor tal como los comprendía Palau. Recordando en familia, como otros “20 del mes”, la figura del beato Francisco Palau, queremos hacer llegar su carisma a los que aún no habían oído de él. Así que: a compartirlo con tus amigos. 

CARISMA PALAUTIANO 1.0

 

Lo que Palau ha experimentado y nos ha transmitido a nosotros, sus seguidores espirituales, es que en la vida todo tiene que ver con el amor. En el corazón de cada persona que vive en la tierra, existe este deseo de amar y ser amado. Pasamos la mayor parte de nuestra vida, sobre todo de sus años de juventud, en la búsqueda de esa persona/cosa que satisfaga este deseo y dé plenitud a nuestra existencia. Encontramos profesiones que nos inspiran a dar lo mejor de nosotros. Encontramos personas que empiezan a ser significativas para nosotros. Comienza con la amistad, con la voluntad de dar algo por el bien del otro. Algunas amistades se vuelven más comprometidas: nos enamoramos, empezamos a planear la vida juntos, nos conocemos mejor considerando la probabilidad de vivir toda la vida juntos. Cuando llega el momento, nos casamos, prometiendo cuidar de esa persona para toda la vida y formar una familia. Nos convertimos en padres y madres, centrados no sólo en profundizar continuamente en nuestra relación mutua (aunque sigue siendo una de las principales prioridades y propósitos de nuestro matrimonio), sino también en trabajar mano a mano para sacar adelante a toda una familia. Y al final, cuando nos hacemos mayores, descubrimos que había una inmensa belleza en los ojos de nuestro cónyuge y que la realización es un compromiso de vida para seguir viviendo fieles a las propias promesas.

Lo mismo ocurre si elegimos la vida religiosa. Entramos porque hemos descubierto a Jesús y lo encontramos atractivo. Al principio puede que no sepamos mucho de él o de los requisitos de la relación con él, pero simplemente nos enamoramos de él, y queremos seguir conociéndolo y enamorándonos de él. Llega el momento en el que vemos claramente que Jesús merece que demos nuestra vida por él, que puede ser una aventura increíble seguirle cada vez más cerca, durante toda nuestra vida. Ese es el momento en que nos sentimos preparados para comprometer toda nuestra vida en el seguimiento de Jesús en la vida religiosa. Hacemos el voto de amarlo por encima de todo. Si nuestro compromiso es verdadero, seguimos profundizando en nuestra relación con él, descubriendo más y más secretos. Hasta que llega el momento en que decidimos entregarle nuestra vida total y completamente, para siempre. Formalmente lo hacemos en nuestra profesión perpetua, pero a veces se necesita más tiempo para que esta experiencia ocurra realmente en nuestra vida espiritual.

Esta es la experiencia que los grandes maestros de la espiritualidad llamaron matrimonio espiritual. Y uno podría pensar que esto es ya el final del camino espiritual. Pero no lo es. El viaje continúa, porque de repente descubrimos que este matrimonio trae hijos al mundo, y estos hijos son todas las cosas que hacemos como fruto de nuestra unión con nuestro Amado[1]. Descubrimos que cuidar a Dios significa cuidar a esta familia que formamos junto con Él: la Iglesia. Sólo en este momento nuestra relación con él puede encontrar su plenitud. Y descubriremos que nuestro Dios es tan hermoso no sólo en su Cabeza, sino también en todo su Cuerpo, incluso cuando este Cuerpo está herido y despreciado. Esta es la meta de todo amor: querer el bien de la persona amada en todos sus niveles, espiritual y material. En la relación con Dios, lo conseguimos cuando aprendemos a amar y cuidar a Dios en su Iglesia.

Es una experiencia común para muchas personas religiosas que queremos equilibrar nuestra vida de oración y el tiempo que dedicamos a nuestra misión. Descubrimos que no es fácil encontrar tiempo para la oración cuando hay tantas obligaciones en nuestra vida profesional. Sentimos esa presión de que María y Marta tienen que “avenirse[2]”, mantener buenas relaciones, y sentimos que estamos fallando en nuestra vocación y compromiso con Dios cuando lo abandonamos en la capilla. El padre Palau descubrió una gran verdad: que amar a Dios en la oración y amarlo en la misión son dos caras de un mismo amor. Es lo que él llamaría las dos operaciones del amor.

Lo primero que debemos recordar siempre es que para Palau todo en la vida es un proceso. Muy raramente las cosas suceden sin más, especialmente en la vida espiritual. Incluso cuando hay esos momentos de gracia especial, de encuentro especial, de cercanía especial, de claridad, esos van preparados por experiencias y preparación previas. «Dios es el príncipe de la paz y no habita sino en corazones unidos por el amor» (Carta 7,3). Sólo cuando nuestro corazón esté unido a él en el amor, Dios vendrá a habitar en nosotros. Por eso esas dos operaciones son procesos continuos que se dan en el alma de una persona que se acerca a Dios a través de la meditación y la contemplación. Por eso, la vida de oración es tan esencial desde el mismo comienzo de la vida religiosa: necesitamos construir esta relación desde el principio, en la medida en que sea posible para nuestras apretadas agendas. Así que, antes de tocar directamente este tema, veamos cómo ve Palau este proceso de crecimiento en el amor.

«Las operaciones principales que hace la caridad en el hombre son dos: la primera, unirle con el objeto de su felicidad, en cuya unión consiste su perfección; y la segunda, ordenar sus acciones y fuerzas al bien de sus prójimos. En estas dos operaciones está toda la perfección cristiana: amar a Dios, y a nuestros prójimos como a nosotros mismos.

Amor de Dios: grados de incremento

1º. La caridad la siembra Dios en el jardín de nuestra alma ya desde el día de nuestro bautismo.

2º. Nace en los adultos mediante el ejercicio de obras de piedad, cuales son: frecuencia de sacramentos, asistencia a las funciones del culto de la religión, observancia de los preceptos de la ley, oír la palabra de Dios, lectura espiritual, oraciones y súplicas, limosnas, visitar a los enfermos, etc. Si un adulto la pierde por el pecado, vuelve el hortelano a sembrarla con el sacramento de la penitencia y nace en él con obras de piedad.

3º. La caridad, nacida ya con las prácticas religiosas, es fomentada y toma nuevos incrementos con las resoluciones y propósitos firmes de marchar siempre a la perfección, los cuales concibe el hombre en el ejercicio de la oración y meditación.

4º. La caridad, fomentada con propósitos santos en la meditación, es robustecida con la constancia, con la perseverancia y con la fidelidad en ponerlos en práctica y en ejecución; con esto se adquieren las virtudes morales.

5º. La caridad, nacida, fomentada, robustecida y corroborada con un ejercicio ferviente de todas las virtudes morales, perfecciona la parte superior del hombre mediante las tres virtudes teologales: –fe, esperanza y caridad– y los dones del Espíritu Santo. Con la fe y los dones purga el entendimiento del hombre, informándole sobre el objeto de su felicidad sobrenatural y disponiéndole para contemplar las verdades eternas.

6º. La fe, representando Dios al hombre como un bien sumo –aunque difícil de obtener y poseer, pero posible mediante el auxilio de su omnipotencia y las buenas obras– dispone, prepara y alienta el corazón para marchar a unirse con Él.

7º. La caridad, habiendo confortado, robustecido y ordenado la parte inferior del hombre con la práctica de todas las virtudes morales y, perfeccionando la superior mediante el ejercicio de las teologales con actos fervorosos de amor, le transforma en imagen viva de Dios y le une con El. He aquí la primera operación de la caridad.

8º. La caridad, después de haber perfeccionado al hombre en sí mismo uniéndole con Dios mediante el ejercicio de todas las virtudes morales, intelectuales y teologales y de los dones del Espíritu Santo, ordena todas sus fuerzas y acciones al bien de sus prójimos. Con esto el árbol de la virtud principia a producir flores y frutos.

9º. Hemos dicho que los frutos no eran sazonados luego de haber salido de la flor; necesitan tiempo para llegar a su madurez. La caridad, después de haber ordenado las acciones, las fuerzas y todas las virtudes del hombre al bien de los prójimos, las fomenta, las robustece, las corrobora y las perfecciona poco a poco, con tiempo, mediante la práctica y el ejercicio. Perfecto el hombre en el amor de Dios y de sus prójimos mediante un ejercicio fervoroso de todas las virtudes, está en disposición, es capaz de hacer actos heroicos de perfección. Estos son los frutos dulces, saludables y sazonados que el Espíritu Santo produce en el hombre a tiempos oportunos.

(Catecismo de las Virtudes, lecciones 7-8)

 

Vayamos por partes:

  1. La caridad la siembra Dios en el jardín de nuestra alma ya desde el día de nuestro bautismo.

Nuestra vida está llena del amor de Dios desde el primer día de nuestra vida. Por eso el padre Palau pudo decir que sentía esta pasión de amor en él desde su infancia. Dios inscribe en el corazón de cada persona esta ley de gracia: amar y ser amado. Ese es el deseo más profundo de toda persona, y ese es el mayor don que nos da a cada uno de nosotros, que nos permite experimentar el amor en nuestra vida y responder con amor a Dios y a las demás personas.

  1. Nace en los adultos mediante el ejercicio de obras de piedad, cuales son: frecuencia de sacramentos, asistencia a las funciones del culto de la religión, observancia de los preceptos de la ley, oír la palabra de Dios, lectura espiritual, oraciones y súplicas, limosnas, visitar a los enfermos, etc. Si un adulto la pierde por el pecado, vuelve el hortelano a sembrarla con el sacramento de la penitencia y nace en él con obras de piedad.

Este primer impulso al amor, en la vida cristiana, se desarrolla mediante la vida sacramental y todas las demás prácticas que nos ayudan a descubrir a Dios, especialmente la oración y la lectura de la Biblia. Cuando lo perdemos a causa de nuestro pecado, podemos volver al estado de gracia mediante el sacramento de la reconciliación. Ya en este momento, el amor nos invita a buscar no sólo a Dios mismo, sino también a trabajar por el bien del prójimo, pero este cuidado en esta etapa proviene más del deseo de cumplir los preceptos de la ley que de la experiencia de la Iglesia como Cuerpo de Cristo.

  1. La caridad, nacida ya con las prácticas religiosas, es fomentada y toma nuevos incrementos con las resoluciones y propósitos firmes de marchar siempre a la perfección, los cuales concibe el hombre en el ejercicio de la oración y meditación.

Sólo a través de la oración y la meditación descubrimos la perfección a la que Dios nos llama. No es un tipo de perfección que inventamos por nosotros mismos porque creemos que sabemos mejor cómo llegar a Dios. Esa sería una perfección que conduce a la autojustificación, al orgullo y al egoísmo espiritual. Tenemos que escuchar a Dios mismo, especialmente su Palabra, para descubrir su plan para nosotros.

  1. La caridad, fomentada con propósitos santos en la meditación, es robustecida con la constancia, con la perseverancia y con la fidelidad en ponerlos en práctica y en ejecución; con esto se adquieren las virtudes morales.

Las virtudes morales son hábitos que adquirimos con nuestra constancia y perseverancia. Hay virtudes que adquirimos con la práctica. ¿Qué significa esto? Significa que podemos aprenderlas haciéndolas. A estas virtudes pertenecen, entre otras, el valor, la honestidad, la templanza, la liberalidad, la generosidad, la compasión, la benevolencia, etc. Si es cierto que algunas personas nacen con ellas, también lo es que podemos ejercitarlas sin poseerlas, y en este ejercicio es como las aprendemos y finalmente las poseemos. Para todas, necesitamos constancia y fidelidad.

  1. La caridad, nacida, fomentada, robustecida y corroborada con un ejercicio ferviente de todas las virtudes morales, perfecciona la parte superior del hombre mediante las tres virtudes teologales: –fe, esperanza y caridad– y los dones del Espíritu Santo. Con la fe y los dones purga el entendimiento del hombre, informándole sobre el objeto de su felicidad sobrenatural y disponiéndole para contemplar las verdades eternas.

Las virtudes morales nos abren a las virtudes teologales de la fe, la esperanza y el amor. Significa que también estas tres virtudes pueden ser aprendidas y adquiridas[3]. Nos acercan a Dios, mostrándonos verdades sobrenaturales que no podemos aprender sólo con nuestros medios y esfuerzos naturales. Aquí comienza también el proceso de purificación: necesitamos limpiar nuestra mente de lo que hemos aprendido sobre Dios y permitir que su Espíritu Santo nos guíe hacia la verdad plena.

  1. La fe, representando Dios al hombre como un bien sumo –aunque difícil de obtener y poseer, pero posible mediante el auxilio de su omnipotencia y las buenas obras– dispone, prepara y alienta el corazón para marchar a unirse con Él.

Aquí es donde empezamos a desear esta verdadera y completa unión con Dios. Después de un largo camino de oración, contemplación y práctica de las virtudes, cuando hemos abierto nuestro corazón al Espíritu Santo y hemos conocido a Dios a través de la virtud de la fe, nuestro corazón se despierta y siente la urgencia de esforzarse por vivir unido a Dios. Porque sabemos realmente quién es Dios, «¿Es posible conocerte y no amarte?». (Mis Relaciones 12,2).

  1. La caridad, habiendo confortado, robustecido y ordenado la parte inferior del hombre con la práctica de todas las virtudes morales y, perfeccionando la superior mediante el ejercicio de las teologales con actos fervorosos de amor, le transforma en imagen viva de Dios y le une con El. He aquí la primera operación de la caridad.

Y ahora llegamos a la primera operación de amor. Como pudimos ver, se necesita tiempo para llegar a este punto. Tiempo y esfuerzo. La unión con Dios es pura gracia, pero esta gracia no se da a quien no la desea. Es necesario pasar todo este proceso de purificación, de anhelo, de ejercicio en las virtudes, de meditación y de contemplación. Hasta el punto que esta unión se convierta en un hábito más, como si fuera algo natural y no hubiera muchas cosas que pudieran perturbarlo. Como diría el padre Palau en otro lugar, Esta unión supone e incluye los actos de fe, esperanza y caridad y como ya hace muchos años que te has estado ejercitando en ellos, estos actos quedan impresos y se renuevan habitual e implícitamente en el acto simple y sencillo de amor o de unión. Si esta unión es combatida, se renuevan estos actos, pero si no hay ataques directos, se hacen virtual e implícitamente en el acto referido de unión. Dije que es cosa muy simple y sencilla, porque como esta unión se hace sentir en cierta conformidad de semejanza entre el alma y Dios, basta el presentarse a Dios. (Carta 42).

  1. La caridad, después de haber perfeccionado al hombre en sí mismo uniéndole con Dios mediante el ejercicio de todas las virtudes morales, intelectuales y teologales y de los dones del Espíritu Santo, ordena todas sus fuerzas y acciones al bien de sus prójimos. Con esto el árbol de la virtud principia a producir flores y frutos.

Ahora, unidos a Dios, se nos empuja a ir y dar frutos. Para esto hemos sido elegidos: para dar frutos (J 15,16). Cuando vivimos unidos a Dios, no necesitamos perder nuestras energías en esforzarnos más, resulta más natural. Esto no significa que debamos dejar de preocuparnos. Esta unión necesita seguir fortaleciéndose y profundizándose, porque todavía queda mucho camino hasta el matrimonio espiritual. Pero Dios mismo nos enviará a ocuparnos del bienestar de los demás. En el caso de Palau, será la Iglesia quien le empuje a hacerlo. «Puesto que nuestro enlace espiritual es ya un hecho consumado, ya no hay que insistir en materia de amores: tú me amas, yo te amo, y el amor es obras.” (Mis Relaciones 1,19).

  1. Hemos dicho que los frutos no eran sazonados luego de haber salido de la flor; necesitan tiempo para llegar a su madurez. La caridad, después de haber ordenado las acciones, las fuerzas y todas las virtudes del hombre al bien de los prójimos, las fomenta, las robustece, las corrobora y las perfecciona poco a poco, con tiempo, mediante la práctica y el ejercicio. Perfecto el hombre en el amor de Dios y de sus prójimos mediante un ejercicio fervoroso de todas las virtudes, está en disposición, es capaz de hacer actos heroicos de perfección. Estos son los frutos dulces, saludables y sazonados que el Espíritu Santo produce en el hombre a tiempos oportunos.

Vemos que para Palau todavía hay más. Después de estar unidos a Dios, después de hacerlo todo por el prójimo, el amor todavía necesita crecer hasta llegar a ser perfecto. Por eso, para Palau, toda nuestra vida es un noviciado, es decir, toda nuestra vida aprendemos a amar, a ser perfectos en este amor a Dios y al prójimo. «En la escuela de Cristo el noviciado es toda nuestra vida” (Escuela de la Virtud Vindicada II,7).

 

En su carta 37, Palau describirá este proceso con las siguientes palabras:

Toda la perfección cristiana está basada sobre la caridad. Todas las virtudes divinas, humanas, infusas y adquiridas, teologales, morales e intelectuales de parte tuya, y todas las gracias, dones y auxilios espirituales administrados por mano de Dios y de los ángeles y de los hombres tiende todo y se encamina a que la caridad haga en ti su curso. La caridad tiene dos actos, prorrumpe en el alma en dos operaciones: primera, une el alma con Dios. Segunda, unida con Dios, la dedica al bien de los prójimos.

Primera operación: consiste ésta en que tu voluntad sea en todas las cosas, en acciones, en pensamientos y palabras, conforme a la de Dios, de manera que no seas tú la que quieras o no quieras sino Dios en ti, Dios contigo y Dios por ti. Esta operación de la caridad subyuga las pasiones y las domina y ordena; y con las pasiones el corazón; excluye al mundo y sus delirios, extravagancias, sus vanidades; vence al demonio, los caprichos, sus sugestiones y destruye del alma todo pecado sea grave o leve y toda imperfección voluntaria y estudiada. Esta unión práctica diviniza el corazón y el alma y se labra y robustece y crece toda la vida con actos de fe, esperanza y caridad acompañados de las obras y acciones exteriores que sean ordenadas por Dios. Y esta labor, este trabajo interior se obra en la meditación y oración mental y en la presencia, en cuanto posible, continua de Dios y en el uso de las aspiraciones y jaculatorias. Esta unión produce la segunda y es el amor a los prójimos.

Segunda operación de la caridad: Amor a los prójimos. Unida el alma con Dios por amor, la caridad auxiliada de todas las virtudes y de las gracias y dones del Espíritu Santo, obra en el alma el amor a los prójimos. Obra, digo, y le ordena y, ordenadas todas las fuerzas y virtudes del alma al bien de los otros, ese amor ordenado produce con suavidad frutos maduros y dulces y saludables. El amor de los prójimos antes de prorrumpir en obras, ha de existir, se ha de ordenar y adquirir. Y si no es él, si no está ordenado, las obras salen como frutas verdes, y da por resultado la temeridad, la indiscreción, la precipitación, y agita, turba e inquieta el alma y la fatiga y quita de su reposo.

(Carta 37, 1-3)

Palau nos da una pista importante: “este trabajo interior se obra en la meditación y oración mental y en la presencia, en cuanto posible, continua de Dios y en el uso de las aspiraciones y jaculatorias”. Significa que realmente tenemos que dedicar tiempo y esfuerzo a construir esta relación con Dios. No hay escapatoria. Todo el tiempo que dediquemos a la oración en nuestra agenda diaria tiene que apuntar a este fin. Además, se nos invita a vivir en la conciencia constante de la presencia de Dios con nosotros y en nosotros. El amor al prójimo tiene que existir antes en este amor a Dios. Sin él, nuestras acciones, nuestra misión, todas nuestras buenas acciones, serán frutos inmaduros que nos harán desanimarnos y quemarnos muy rápidamente. Estaremos inquietos, sin reposo, porque no sabemos primero encontrar el reposo en Dios. En otro lugar, Palau lo explicará de esta manera:

“… la unión de tu alma con Dios había de ser el objeto de toda tu oración y meditación. Habituada a esta unión invisible, la sentirás sin verla, te sucederá que te sentirás luego unida con tu Dios, esto es, en paz con el Señor, y aquí te estancarías si no conocieras las puertas para adelantar hacia adentro. Unida ya con Dios mediante los actos de fe, esperanza y caridad, cuando te sientas ya en paz con Dios o no enemistada, dirige con instancia al cielo esta súplica: que los designios de la providencia sobre ti sean realizados, cumplidos y ejecutados a su tiempo. Al mismo tiempo comienza a mirar, a contemplar y meditar en Jesús crucificado, el cuerpo moral suyo que es la Iglesia llagada por las herejías y errores y pecados; y en fruto de esta meditación nota bien lo que voy a decirte. Rendida al pie de la cruz, adórala, y ofrécete, date y entrégate toda a Él para que en ti y por ti y contigo haga lo que le plazca. Ofrécete en el santo sacrificio de la Misa juntamente con Jesús, en sacrificio, en expiación de tus culpas y de las de todo el mundo; (…) negocia en el cielo la cura y el alivio de Jesús paciente en su cuerpo místico crucificado.”

(Carta 39,6-7)

El amor al prójimo nace de la contemplación del cuerpo herido de Cristo, de la fe en que ese cuerpo no está sólo en la cruz de nuestra capilla, sino que está vivo y sufriendo en nuestros hermanos y hermanas que sufren diariamente tantas formas de violencia, persecución, pobreza, etc. Nace ahí, en el silencio de la oración y la contemplación. Palau nos dará algunos consejos claros:

“La pobrecilla buscaba a Dios como esposa a su amante, y ¡qué ventura! Le halló. ¿Y después? Hay una larga carrera que seguir y andar, y si bien es verdad que el Espíritu Santo no abandona un alma que ha tomado ya por suya, pero ¡qué bueno es tener compañía y guía! El esposo se presenta a su amante no ya como un esposo, sino como rey, como redentor, como salvador y gobernador del universo. Y ha de haber otra unión. Se desvanecen las delicias de las primeras bodas, y se presenta una cabeza coronada de espinas, el amo y señor y padre de una gran familia, el que es cabeza de un cuerpo que se llama Iglesia. Y todo ha de cambiar. La fe, la esperanza y el amor se dirigen a Dios siempre y, presentándose Dios rey, el alma ha de ser reina y ha de reinar con Cristo. (…)

Vosotras las mujeres, os podéis casar con el Hijo de Dios. Y se os sienta muy bien, porque en la primera unión no hay más sino alma y Dios, y en la segunda la esposa se une con un rey, con un gran señor, con un padre de familia, con Jesús constituyendo, como cabeza, cuerpo con toda la Iglesia. En esta segunda unión todas las miradas de la esposa van dirigidas al cuerpo moral y místico de Jesús. Este cuerpo es del esposo, es suyo, y está unida con él, y esta unión es inefable, es aquélla de que dice el apóstol, que es un profundo misterio y el más venerando sacramento [Ef 5,32]. A nosotros los hombres, nos va muy bien después de la primera unión, tomar en seguida a la Iglesia por esposa y casarnos con ella. Y la Iglesia es el cuerpo moral y místico de Jesús, y este cuerpo es el objeto de nuestro amor y de nuestras vistas. Y en esto todos somos uno y nos unimos a una misma cosa. (…) La mujer que mire ese cuerpo bajo el tipo y figura del cuerpo natural del hombre que pueda imaginarse mejor organizado, siempre joven, sin arruga, ni tacha, ni defecto, ágil, dotado de la inteligencia suma, amante, etc. Y nosotros los hombres, miramos este mismo cuerpo bajo la idea y la imagen del cuerpo de una mujer, la mejor organizada, bella, siempre joven, afectuosa, viva, perspicaz, ágil, en cuyo corazón el amor divino reside como el fuego en su elemento. Tal es la Iglesia.

(…) unida con Dios en fe, esperanza y amor, te has de unir con El con los mismos vínculos, pero no como Dios solo, ni hombre solo, ni Dios-hombre considerado individualmente, sino como Dios, constituyendo cuerpo moral con toda la Iglesia universal. Y ese cuerpo del que el Alma es el Espíritu Santo, le has de mirar y contemplar bajo las sombras e ideas del cuerpo natural humano; y ese cuerpo animado y vivificado por el espíritu de Dios y que vive y que habla y que oye, entiende y ama, es aquel con quien te has de unir en fe, esperanza y amor.”

(Carta 67)

Una vez más, Palau señala la importancia de esta «doble» unión que crece y se adquiere en la oración y la meditación. Para nosotros, los palautianos, Dios está unido para siempre e inseparablemente a la humanidad, desde el momento de la Encarnación de Jesús. Amar a Jesús significa amar su cuerpo, a todo Jesús. No podemos amar sólo una parte de él; sería como elegir sólo algunas partes de la Biblia y rechazar otras. Amamos no sólo su cabeza, tan bella como sólo puede serlo un hombre, sino también su cuerpo en todos los momentos de su vida: en los niños pequeños que están en peligro de ser abortados, perseguidos por los poderosos de este mundo; en los niños que quieren estudiar y no pueden porque viven lejos de la escuela; en los niños obligados a trabajar a pesar de su tierna edad; en los jóvenes que están a las puertas de su edad adulta tratando de elegir el camino correcto; en los que tienen que escapar de sus países con gran peligro de perder la vida; en las personas que sufren cualquier tipo de injusticia, etc. Para ello necesitamos la meditación y la contemplación, conocer bien a nuestro Amado, su cabeza y su cuerpo. Solo este amor puede traer la perfección en la acción, solo entonces nuestra misión será misión de amor y no de egoísmo. Esto es lo que nos diferencia de cualquier otra persona que trabaja por el bienestar de los demás: nuestro amor no tiene su fuente en nosotros mismos, sino en Dios.

Te invito, y me invito a mí mismo, a dar lo mejor de nuestro tiempo y de nuestros esfuerzos para luchar por esta unión con la Iglesia en la oración, las meditaciones y las virtudes. Este tiempo de pandemia puede ser un tiempo bendito para que aprovechemos la soledad y el silencio, para dedicar más tiempo a la contemplación, de manera que cuando salgamos a servir a la Iglesia, nuestro amor por ella sea maduro y perfecto, dando los frutos que Dios quiere.

 

[1] El primer domingo de Adviento leemos en la primera lectura que «todos nos hemos vuelto como un impuro, y todas nuestras acciones justas son como un paño sucio. Todos nos marchitamos como una hoja, y nuestras iniquidades, como el viento, se nos llevan» (Is 64,6). Puede suceder cuando nuestras buenas acciones se basan sólo en nosotros mismos, en nuestro deseo de autorrealización que no proviene de una relación profunda con Dios, que no tiene a Dios como autor y fuente de todos nuestros buenos deseos y acciones.

[2] Cfr. Carta 80

[3] Sólo señalar que en nuestros tiempos hay muchas personas que dicen estar lejos de Dios y de la Iglesia porque no tienen fe o por algunas malas experiencias que tuvieron en el pasado. Pero a veces este alejamiento es el efecto de una simple pereza, de no intentar siquiera entender quién es Dios, quién es la Iglesia, cuál es el verdadero sentido de los sacramentos, etc. La fe, al menos en cierta parte, se puede adquirir. Y si una persona se esfuerza por su parte, seguro que Dios no tardará en conceder este gran don de la fe a quien lo busca.

 

Hna. Helena cmt