MIS RELACIONES

DIARIO DE VIAJE

 

¿Por dónde? ¿A dónde? ¿Cómo? ¿Y qué ahora? Preguntas que uno llega a hacerse mientras está de viaje. Compartimos el primer texto de una serie publicada en la página asia.cmtpalau.org bajo el lema «Carisma Palautiano 1.0». Algo para tal vez hacer una relectura de tu propio camino espiritual. De cara a la Jornada de Vocaciones Nativas y de Oración por las Vocaciones, un recordatorio de una ruta carismática, la del Francisco Palau. 

 

Durante muchos años, Palau vivió ansioso por descubrir ese «algo» (o Alguien…) que satisficiera su impulso natural de amar; lo necesitaba para dar plenitud y totalidad a su existencia. Después de muchos años de búsqueda, indagaciones y reclamos, descubrió la Iglesia. Se sintió amado con un amor sobrenatural. La Iglesia, su Amada, reclamaba con urgencia su servicio y la ofrenda de un corazón indiviso, cada vez más generosos y reales. Su existencia podría definirse como «estar en relación amorosa con la Iglesia», como su esposo y amante.

El mismo Palau va narrando su vida como un viaje espiritual. Sus narraciones nos servirán de base para observar cómo fue su proceso. En sus narraciones, Palau pudo distinguir claramente algunas etapas, con fechas definidas, que conformaron su camino espiritual:

  1. 1811 – 1860
  2. 1860 – 1865
  3. 1865/6 – 1872

 

1811-1860: La búsqueda del objeto del amor.

Tres períodos tiene mi vida. En el primero procedía sin guía, sin norte. Mi corazón, devorado por la pasión del amor, desprendido de todo objeto carnal y terreno, buscaba fuera de las criaturas el objeto de su amor; mas ¡ay! no conocía su Amada, y no conociéndola, ¡qué delirios, qué ilusiones, qué extravíos, qué locuras! Amaba, y para dar un testimonio de su amor a la que sabía existía pero que no conocía, resolvió morir por ella. (…) Entonces vi que no aceptaba mi Padre celestial mi sangre. Y yo no tenía relaciones con mi Amada; y no obstante, le ofrecía y daba mi vida y mi sangre que no aceptó. Pasé mi vida en busca de mi cosa amada hasta el año 1860. Bien sabía que existía, pero ¡cuán lejos estaba yo de pensar fuese quien es! El objeto de mi amor era para mí Dios, de un modo confuso y vago y sin detalles. Yo deseaba, como todos, amar y ser amado, amar y ser correspondido en mi amor; y esta correspondencia por parte de mi Amada, ni la tenía ni la creía, menos, posible; y de ahí era que mi corazón daba gritos buscando amar y ser amado. (MR, p. 814-815)

Fue un tiempo de búsqueda. Desde su infancia Palau sintió la urgencia del amor, pero le fue imposible identificarlo. Se apegó a las cosas creadas, buscando entre lo que podía encontrar de bello y bueno en este mundo. Impulsado por el deseo de amar y ser amado, fue vagando, probando y fallando, equivocándose, comprometiendo su amor con lo que no podía darle satisfacción. Tras agotar todas las posibilidades de vivir una vida «normal», decidió probar a vivir una vida «anormal» en el convento. Por la religión, que le enseñaron sus padres, formadores en el seminario y los carmelitas en el convento, sabía que Dios era el objeto del amor, pero esta relación se parecía más a una amistad que a un verdadero amor apasionado que Palau quería para sí mismo. Hasta ese momento sólo conocía al «Dios de sus padres», sin hacerse esta importante pregunta: «¿Quién crees TÚ que soy Yo?». Experimentó que ni siquiera la vida en el convento podía darle las respuestas que necesitaba. La vida religiosa ensanchó su corazón, hizo posible e inevitable esta pregunta para él. Se enfrentó al gran reto de todo viaje espiritual: buscar su propia relación personal con Dios, descubrir a su propio Dios. Pero este viaje es todo menos fácil. No encontraba a nadie que le guiara, se sentía abandonado (incluso condenado). Comenzó el tiempo de la noche oscura, del sufrimiento interno. Había señales de Ella, pero él no podía entenderlas. Si la única forma de ser feliz era tener relación con la Amada, pensaba que esto sólo podía ocurrir en el cielo, y se preparó para la última ofrenda: dar su vida por la causa de la Iglesia. Pero en lugar de acercarse, lo condujo hacia un desierto de su vida[1]: lejos de la gente, lejos de sus respuestas, lejos de su guía. Sólo él y Aquella que iba a revelarse. Siguió, desprendiéndose de todo lo que conocía, abriendo su corazón al misterio. Se esforzó por comprender todos los acontecimientos de su vida: las viejas formas tienen que morir para que las nuevas puedan abrirse camino. Desde el 1835 hasta el año 1860, todas las empresas en las que Palau se involucrara, se hundirían tarde o temprano. Es como si Dios no quisiera que se apegara a cualquier éxito que pudiera experimentar, para ser verdaderamente libre de buscar a la Iglesia en la desnudez y la oscuridad. Necesitaba ser libre para ser encontrado por la Iglesia.

Podríamos establecer similitudes del viaje de Palau con lo que describe San Juan de la Cruz en sus escritos: la purificación de la materia y del espíritu. El camino hacia la unión espiritual con Dios pasa por el desprendimiento, en primer lugar, de todas las cosas sensibles que puedan obstaculizar el proceso. Hay cosas que uno puede hacer por sí mismo, llamadas «noche activa» (es lo que hizo Palau abandonando su vida normal, los placeres, sus comodidades, su propia voluntad); otras vienen no por la propia voluntad, sino provocadas por los acontecimientos y la acción directa de Dios (lo que le ocurrió a Palau cuando tuvo que dejar la vida religiosa, cuando fracasó en Francia, Barcelona, Aitona etc.). Por ejemplo, si echamos un vistazo al Cántico Espiritual 3, San Juan de la Cruz explica como es necesario pasar por este periodo de soledad espiritual para ser capaz de la unión con Dios[2].

 

1860-1865: Momento de la revelación. Encontrado el objeto, la unión con Ella/El en la fe, la esperanza y el amor.

“En 1860, con gran sorpresa mía, empezaron las relaciones con mi cosa amada. Y como era extraño a estas relaciones y no las creía ni menos posibles, por esta causa ha tenido tanto que trabajar en mí la gracia para establecerlas; y en estas relaciones continuas he pasado hasta la fecha. Todos mis soliloquios y ejercicios se han dirigido a una sola cosa, que es unirme en fe, esperanza y amor con mi Amada. Esta unión bien veo tiene siempre más y más, porque mientras más perfecta es la caridad, más íntimamente está el corazón unido con su amada; y creciendo la caridad hasta lo infinito en este mundo, esta unión no puede consumarse y ser perfecta sino en la gloria, porque en esta vida hay siempre peligros y posibilidad de romperse estos sagrados lazos.» (MR, p. 815-816).

Si observamos todos los encuentros que Jesús tuvo con diversas personas, podemos ver algunos puntos comunes. A lo largo de su vida, muchas personas intentaron acercarse a él y conocerlo, y cada vez se sorprendían porque nunca era como esperaban. Generalmente, se acercaban a Jesús con algún propósito en su mente, porque querían o necesitaban algo de él, porque tenían curiosidad por él, porque querían seguirlo. Y la sorpresa llegaba cada vez, cuando experimentaban que el encuentro con Jesús significaba un encuentro que cambiaba la vida. El encuentro con Jesús cambia la perspectiva y el propósito de la vida. Cambia a la persona.[3] Es una experiencia fundante, algo de lo que penderá nuestra vida en adelante. La experiencia de gratuidad del amor de Dios (no la conquista de una persona) da fundamento a una persona, a su vida, a su experiencia y situación interior.

Para entender mejor lo que le ocurrió a Palau en su experiencia, podríamos buscar lo que la psicología nos puede decir sobre este tipo de experiencia. La psicología nos dirá que “la experiencia en términos generales puede definirse como una forma de conocimiento, acompañada de emociones y sentimientos, que se obtiene como resultado de la recepción directa de una impresión de una realidad (interna o externa), que está fuera de nuestro control, que tiene un impacto en nuestra reacción o conciencia y en nuestro ser. Una experiencia religiosa tendrá una relación definida con los preceptos religiosos de una persona que describen y sostienen la creencia en la existencia y naturaleza de un poder divino o sobrehumano. Se mide y evalúa dentro de los límites de los preceptos de la religión particular. El papel de la experiencia es aportar una mejor comprensión de uno mismo y una revelación de lo sagrado para establecer, mantener y desarrollar una relación con lo sagrado”[4]. Por otro lado, J. Garrido caracterizará este tipo de experiencia como nacer de nuevo por el poder del Espíritu Santo. No podemos explicarlo: es esta experiencia la que nos explicará ser la fuente original de todo sentido. “Esta transformación que atañe al fundamento mismo de la existencia, puede ser irruptiva o gradual. Siempre determina un nuevo horizonte de existencia, el teologal, suscitando la vida nueva: la de Dios en nosotros al modo de Dios»[5].

Joseph Ratzinger solía decir que los cristianos de los tiempos modernos tienen que ser místicos, o ya no serán cristianos. No hay un seguimiento serio de Jesús si no hay una experiencia de encuentro personal con Jesús, porque el cristianismo no es una ideología. Este encuentro tiene que ser transformador (la vida no es la misma porque Alguien le está dando la plenitud a la vida); ocurre en la vida diaria, no en condiciones extraordinarias (significa que necesitamos desarrollar una sensibilidad especial para verlo venir; si nos alejamos de la vida porque queremos encontrar a Dios en otro lugar, probablemente nunca lo encontraremos); se convierte en una piedra angular de toda nuestra vida espiritual; volveremos a él especialmente en los momentos de dificultades y crisis porque es una experiencia de ser amado incondicionalmente; es una medida de nuestro progreso en el camino espiritual porque sólo quien tuvo esta experiencia será capaz de construir nuevas relaciones; en cualquier momento, es una gracia, un regalo gratuito de Dios; se convierte en la fuente de nuestro servicio porque es imposible guardar este tesoro sólo para uno mismo sin darlo a los demás.

En la experiencia del P. Palau podemos ver que el encuentro fue todo gracia y sorpresa. Sí, durante muchos años lo estuvo anhelando, se moría por encontrar por fin el objeto de su amor. Pero, aun así, el encuentro con la Iglesia fue una gran sorpresa porque nunca pensó que ese encuentro, y todos los años siguientes de relaciones, fueran siquiera posibles. Pero ese tiempo de anhelo y preparación era necesario, porque el encuentro con Dios, el encuentro con la Iglesia, está por encima del amor. La Iglesia sólo se revela a los que la aman de verdad, a los que le han sido fieles en todas las pruebas de la vida, a los que le han demostrado su amor y su fe. Palau descubrirá, sorprendentemente, que las relaciones con la Iglesia son mutuas: mirarse, amarse, ofrecer la vida por el otro. Que cuanto más amaba, tenía más fe, confiaba, más se desvanecía la oscuridad.

Como cualquier relación en la vida, ésta también necesita tiempo para consolidarse. Desde Palau tenemos que aprender a darnos tiempo para esta relación. Cualquier tipo de experiencia espiritual que tengamos aún necesita crecer, no es algo definitivo. A Palau le costó cinco años hasta que «recogiera la cosecha» de esta experiencia, hasta que descubriera su pleno significado y la totalidad de su vocación. Necesitó crecer en esperanza, amor y fe, virtudes indispensables en este viaje interior, para recibir poco a poco la plenitud de esta experiencia. Pero el cambio ha comenzado, aunque todavía acompañado de incertidumbre y dudas. A Palau le costó mucho trabajo admitir que era digno de estas relaciones. Dudaba constantemente de su capacidad para mantenerse fiel. Porque si esta experiencia es real, trae consigo el autoconocimiento y la conciencia de la propia verdad. Por eso se ve como una gracia de la que la persona se siente indigna. Es esta evidencia de la propia limitación y de la gracia de Dios la que nos pone de rodillas y nos hace cantar las misericordias del Señor con el corazón lleno de agradecimiento. Fue esta evidencia la que hizo exclamar a Palau una y otra vez «¡Qué feliz el que te conoce, oh Iglesia!»

 

1865-1872: Unido a la Amada, esforzándose por servir a sus necesidades.

«La presencia de mi Amada ahora ya no me causa aquellas profundas sensaciones que en sus principios, por razón de que mi corazón está contento con ella, la ha hallado. Y si bien teme y tiembla a la idea de que puede perderla y divorciarse con ella, si es verdad tiene la pena de no poderla ver sino bajo el velo del enigma y del misterio y no cara a cara como desea, si es verdad esa unión es imperfectísima por la potencia y posibilidad que hay en romper con ella, no obstante ya no busca, sino que goza y espera: cree, goza, espera, pena y ama todo junto y a un mismo tiempo, de modo que no hay goces sin pena ni pena sin goces, no tiene tristeza sin alegría ni alegría sin pena; la posesión de la Amada en amor de caridad, no siendo inadmisible, indestructible e imperecedera, trae a ratos sobresaltos, recelos, zozobras, dudas, temores y ansiedades que son más duras que la muerte, pero ya no busca, porque tiene el corazón lo que desea. Ahora voy a entrar en otro período de vida y modo muy distinto de proceder delante de Dios y en mis relaciones con la Iglesia. Y consiste en que, hallada la cosa amada, no teniendo el espíritu sus fuerzas ocupadas en buscarla, éstas se han de dirigir a servirla y cumplir la misión que su Padre celestial tenga a bien darme con respecto a ella; (…). Ahora entro en un nuevo modo de proceder que me es enteramente desconocido, y para lo que necesito oración; pero como ya tengo a mi Amada, esto no me da tanto cuidado.» (MR 815-816).

Palau experimentó que su relación con la Iglesia tiene su propia dinámica y progreso. Comenzó con tímidos intentos de conocerla, de descubrir su naturaleza, su belleza, su personalidad. Al principio, esta relación crecía dentro de los límites de una amistad, de la admiración, de la lealtad, de la disposición a ayudar incluso a costa de las propias comodidades. Pero con el paso del tiempo, Palau sintió que la amistad no era suficiente, que su corazón, creado para amar y ser amado, se abría para recibir a la Iglesia como su Esposa. Le ofreció su vida, en total disponibilidad, pase lo que pase. Y, sorprendentemente, descubrió que todavía no era el final del camino. Porque después de consumado el matrimonio, la Iglesia se le mostró no ya como su amada esposa, sino como madre de muchas naciones. Y de repente Palau se sintió llamado a convertirse en padre de estas naciones. La búsqueda del amor estaba hecha, y sus energías debían orientarse en otra dirección: cumplir la misión que Dios le había encomendado y convertirse en padre en la Iglesia, pues ésta se reflejaba en todos sus miembros.

En eso consiste el matrimonio. «Si me amas, cuida de mí (…) yo cuidaré de ti». Es este cuidado y preocupación mutua por el otro lo que hace que el amor de los esposos sea vivo y real. No es decir constantemente «te quiero», ni siquiera sentir esas emociones tan fuertes como se sentía al principio. Es un compromiso para construir una familia. Palau sintió ser padre, con todas sus obligaciones y responsabilidades. Descubrió su misión, el sentido pleno de su existencia.

¿Qué podemos aprender de Palau en esta etapa de su vida? Que el primer fuego del amor pasará, así que no te angusties si ya no sientes las cosas que antes sentías. Que nunca nos pueden pillar desprevenidos. La unión se puede perder si dejamos de cuidarla, y tal vez sea más fácil que se pierda por no sentir emociones tan fuertes como antes. Que habrá un momento de certeza de estar en el camino correcto; aun así, el discernimiento nunca termina, aunque su objeto cambia (ya no se pregunta si tengo vocación, sino cómo expresar mi vocación). Que amar significa cuidar, construir una familia siendo madre en la Iglesia y para la Iglesia en todos sus miembros, especialmente los marginados y no amados por nadie. Y que la verdadera realización en esta vida es posible y alcanzable, pero lleva tiempo, así que si al principio de tu camino vocacional no te sientes plenamente satisfecha, espera y ten paciencia. No significa automáticamente que no tengas vocación o que estés en el lugar equivocado[6].

Aleksandra Nawrocka, cmt

 

 

[1] Palau Palau diría: Por fin, pasados cuarenta años en busca de ti, te hallé. (MR, p. 968). Se podría hacer una referencia a la historia del Pueblo Elegido que, guiado por Moisés, viajó durante cuarenta años por el desierto antes de entrar en la Tierra Prometida. El propósito de este tiempo prolongado era que la generación de israelitas que experimentó su vida en la esclavitud tenía que morir. Dios no quería que tuvieran ningún recuerdo de su vida anterior, de cómo era comer «cebollas de Egipto». Quiso que fueran libres, que cortaran todas las mareas de su vida pasada, para que la generación que viviría en la Tierra Prometida sólo recordara que Dios cuida de ellos en cada momento de su vida, está cerca de ellos, los acompaña. Toda su vida dependería sólo de Él. Para Palau el tiempo de su vida hasta 1860 fue un desierto: tiempo de aprender a olvidar lo que había aprendido, tiempo de encontrarse a sí mismo en medio de las tentaciones, tiempo de escuchar sólo la voz de Dios. Sólo así pudo entrar en la tierra prometida de las nuevas relaciones con la Iglesia.

[2] “De donde, el que busca a Dios queriéndose estar en su gusto y descanso, de noche le busca y así no le hallará. Pero el que le busca por el ejercicio y obras de las virtudes, dejado aparte el lecho de sus gustos y deleites, éste le busca de día, y así le hallará; (…)  en saliendo el alma de la casa de su propia voluntad y del lecho de su propio gusto, acabado de salir, luego allí afuera hallará a la dicha Sabiduría divina, que es el Hijo de Dios, su Esposo.” (CB 3,3)

[3] Lo que ocurre en los encuentros con Jesús, puede resumirse en lo siguiente: 1) A menudo no será lo que esperábamos; 2) Aborda preguntas que no sabíamos que necesitaban respuesta; 3) Revela la parte más burda de nosotros; 4) Llega al meollo de la cuestión; 5) Nos envía a hablar a otros de él. (https://www.ccbcfamily.org/5-things-that-happen-when-you-encounter-jesus/)

[4] S.P.Pretorius, Understanding Spiritual Experience in Christian Spirituality, in: Acta Theologica Supplementum 11, 2008, pp. 148-149.

[5] J. Garrido, Proceso humano y gracia de Dios. Apuntes de espiritualidad cristiana, Sal Terrae 1996, p. 283.

[6] S. Sinek, The Infinite Game, Portfolio 2019.

 

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