Hemos preguntado a Marcela qué resuena en ella al oír las palabras «vocación» y «vida consagrada»… Y eso es lo que nos comparte. ¡Gracias, Hermana!
UN TESTIMONIO
Con 18 años me planteaba el querer entregar mi vida a Dios como Consagrada. Tenía muchas dudas: si soportaría estar lejos de mi familia, si usaría hábito o no, si de clausura o misionera, entre otras cosas. Me planteaba que el tiempo de Dios era mi si, y que ese tiempo era perfecto siempre que dijera si.
Con 24 años empezaba a entender que no se trataba el asunto de que «yo quisiera entregarme o no a Dios», sino de que había un Dios que por alguna razón me llamaba y que no dejaría de hacerlo hasta que yo le escuchara. Que no se trataba de mí, sino de un «nosotros» más grande. Empezaba a entender que la Vida Religiosa no era un hábito bonito y vistoso, tampoco era «la capacidad de aguantar o hacer sacrificios». Que no era solo silencio o solo acción. Que había algo más profundo, más punzante, más movilizador.
Me cuestioné de mil maneras porque el tiempo de Dios era tan desconcertante, misterioso e incomprensible.
Con 34 años, hoy puedo decir que para mí la vida Consagrada es «liberar la capacidad de amar».
Es hacer día a día experiencia de ser amada y de amar, es crecer en libertad y confianza en mi relación con la Iglesia. Es fecundidad. Es cruz en muchos momentos y resurrección en muchos otros. Es soledad, a veces nostálgica, y muchas veces saboreada. Es noche y luz al mismo tiempo, certeza y dudas, preguntas y respuestas.
Es entrega a tope, con lo que soy y tengo, con la certeza de que solo soy instrumento en la mano de Dios, porque la obra es suya.
En este punto, no puedo decirle no a Dios y a su obra, porque vivo extasiada ante lo que hace en sus hijos, porque soy testigo de cómo el triste vuelve a sonreír, el abandonado se pone de pie, el extraviado encuentra el camino, el soberbio tropieza y cae, y la verdad se abre paso, aunque, a veces, tarde.
No puedo decirle no a la Iglesia y sus gritos de dolor, cuando es ella la que me constituye madre y fecunda.
Estoy aprendiendo y tengo mucho que aprender, de amar en libertad, de comunión genuina, de soledad abrazada, de perdón y reconciliación, de fidelidad y paciencia.
Y si… Hoy puedo afirmar que no se trata de que yo quiera darme y ya, se trata de que frente al Amor no pueda más que postrarme y ofrecerme. Que no se trata del hábito (de hecho, no lo llevo) sino de que quiénes me vean, me vean revestida de trasparencia, carisma y pasión.
Que no se trata de elegir oración o misión, sino que ambas dimensiones me constituyen, me atraviesan, me cuestionan y movilizan, y conviven a la paz, como unidad.
Que no se trata de viajar mucho o nada, sino que donde esté, pueda florecer y seguir siendo fecunda.
Que no se trata de que yo quiera decir si, sino de que ya no pueda decir no al proyecto de amor que la Iglesia me propone.
Que no es un camino fácil (que ninguno lo es), que la comunión cuesta y tiene de fracasos, decepciones y oportunidades.
Que anunciar la belleza es un desafío, porque amar a los que nos aman es fácil, pero amar a los que nos odian es una decisión de cada día (y a veces cuesta sudor y sangre).
Que sanar y ayudar a sanar a otros es la aventura más apasionante que estoy viviendo y, a su vez, la más delicada y sagrada. Que somos barro frágil y fuego que fortalece.
Que vivir atenta, despierta, activa y centrada es una urgencia, para no perderme, para estar justo donde quiere que esté, donde la Iglesia gime dolores de parto.
Que tengo mucho que aprender, que amar, que seguir creciendo en fidelidad.
Y que sin Dios nada puedo, porque es su obra, porque es su tiempo, incomprensible pero perfecto».