Tengo que confesar que desde siempre la devoción a María me costaba. Sí, lo sé, me diréis que soy polaca y que el amor a María lo he mamado con la leche de mi madre. Seguro que sí. Pero, aun así, aprender a amar a María fue para mí un proceso de aprendizaje duro. En mis años de formación religiosa me sentía muy identificada con la experiencia de Francisco Palau quien también tuvo que luchar para descubrir el puesto de María en su vida. Intentaba de veras a amar a María como su Madre, la Madre de Dios, la Reina del Cielo y de la Tierra, pero todos esos títulos, muy dignos de María, no satisfacían su corazón. Solamente cuando descubrió en María la imagen perfecta del verdadero objeto de su amor: la Iglesia, su corazón se sintió satisfecho. Lo describe así:
“Había muchos años que hacía esfuerzos de espíritu excitando mi amor para con María, la Madre de Dios, y mi devoción para con ella no me satisfacía. Mi corazón buscaba su cosa amada, buscaba yo mi Esposa; y en María sólo veía actos que merecían gratitud, amor filial, pero no encontraba el amor en ella su objeto” (MR 1,5)
A mí personalmente me satisface otra invocación mariana, muy querida en el Carmelo Teresiano: María, nuestra Hermana. En la vida personal, nunca tuve una hermana, sólo un hermano. Nos queremos, pero me imagino que no es lo mismo como tener una hermana. Siempre me daba envidia la relación que veía mis amigas tenían con sus hermanas. Hay algo muy peculiar en esta relación. Es verdad, a la familia no la escogemos, nos viene dada. Tal, como en la vida religiosa. Es también verdad, que las hermanas suelen llevarse mal, pero en el momento de la necesidad, son ellas con quien más podemos contar. Cada día luchan, tienen argumentos, discuten, “roban” la ropa y el maquillaje una de la otra. Pero si hay cualquier clase de peligro desde fuera, las hermanas se tienen fuerte como un muro y saben bien guardarse mutuamente la espada.
En la espiritualidad carmelitana consideramos a María, entre muchas otras cosas, como nuestra Hermana. Cuando la Orden fue llamada a la existencia allá por el siglo XII, los primeros ermitaños escogieron el nombre de los Hermanos de la Virgen María del Monte Carmelo. ¡LOS HERMANOS! ¿Por qué no hijos? ¿Por qué no siervos? Quisieron llamarse hermanos, por alguna razón será. Padre Palau continuó esta tradición nombrando la congregación que fundó “Los Hermanos de la Bienaventurada Virgen María”. ¿Qué de peculiar hay en esta advocación?
En el reciente documento de la Orden de los Carmelitas Descalzos llamado “Ser descalzos: declaración carismática del Carmelo Teresiano” (2019) leemos en el número titulado “Hermanos de la Virgen María”:
“En el Carmelo tenemos otro recurso más para vivir la fraternidad. El nombre que nos identifica en la Iglesia es “los hermanos descalzos de María”. Somos “hermanos” y por eso la fraternidad no es un elemento accesorio, sino sustancial. No somos “padres”, quiere decir, sacerdotes que viven en fraternidad: somos hermanos, aún más, hermanos “descalzos”, quiere decir, sin otras riquezas o recursos que presentar al mundo aparte de los de la fraternidad que nos une a María y entre nosotros. Al igual que fraternidad, relación con María no es sólo un aspecto particular o devoción en Carmelo, sino que expresa la esencia de nuestra vocación. Hay un cierto mutuo reflejarse, como en un espejo, entre María y la comunidad: por una parte, María es la imagen y el modelo de la comunidad, por otra parte, la comunidad es la imagen de María” (nº.40).
Es curioso que el documento pone a María no en el apartado sobre la vida espiritual, sino que la menciona hablando de la vida en comunidad. En efecto, la relación con María no se basa en la devoción aprendida en casa. Es más bien una relación aprendida gracias a la vida en comunidad. De alguna manera nuestra vida en comunidad refleja nuestra relación con María. ¿Cómo? Empecemos por la pobreza. Sin lugar a duda, María fue una mujer pobre; de hecho, muchos estudiosos la asocian con el movimiento hebreo de “anawim”: los pobres de Yahvé. Este concepto no tiene sólo un significativo material, sino que quiere decir “mendigo” (y la Orden del Carmel es una orden mendicante). Evoca humildad, conciencia de los propios límites, de la propia condición existencial de pobreza: son los que se fían de Dios, saben que dependen de Él. Se trata de esa pobreza de espíritu que se transforma en un estilo de vida vivido por los que se experimentan libres frente a las cosas y adquieren una nueva mirada al mundo de la pobreza: tenemos tanto que ofrecerles y tanto que aprender de los pobres[1]. Al leer esas palabras del Papa Francisco, me vienen a la menta las palabras del Padre Palau:
“Yo deseo que todas seáis un solo corazón animado de un solo y un mismo espíritu (…) A este fin habéis de practicar (veo con satisfacción que ya lo hacéis) estas virtudes:
1ª Obediencia ciega, humilde, pronta, alegre, sencilla (…)
2ª Amor entre vosotras (…)
3ª Pobreza (…)
4ª En las que gobiernan: amor, solicitud, prudencia y discreción (…)
Guardando estas virtudes, viviréis en paz y formaréis una casa donde Dios habitará y tendrá sus delicias. Dios es príncipe de paz y no habita sino en corazones unidos por el amor. Estando unidas marcharéis juntas, encadenadas con las cadenas del amor de Dios. Marcharéis por un mismo camino. Un niño de cinco años podrá dirigiros, es decir, Jesucristo será vuestro guía” (Carta 7,2-3)
Esas son las indicaciones que el Padre Palau nos ofrece para la vida en comunidad. Nada que decir de cómo María fue la primera quien supo obedecer humilde y alegremente a la voluntad de Dios, quien supo amar hasta el extremo, quien supo vivir pobre teniendo a Dios por su única riqueza. Por todo ello, supo también vivir dentro de la primera comunidad de discípulos como una más, como la que creyó que las promesas de Dios se cumplirán, como la que esperó este cumplimiento unida en la oración con los demás discípulos. Ella permitió que su hijo fuese su guía y nos invitó a hacer lo mismo: “Haced lo que él os diga” (Jn 2,5).
María en un espejo donde la comunidad se debe mirar. ¿Cómo andamos, como comunidad, de obediencia: esa obediencia alegre y sencilla que hace de cada día una oportunidad para la nueva aventura con la Iglesia? ¿Cómo andamos del amor entre nosotras: ese amor que no mira las debilidades de la otra, sino que más bien las sale al encuentro con gestos concretos de amabilidad? ¿Cómo andamos de pobreza: ¿ese desprendimiento de nosotras mismas, nuestros gustos y preferencias, nuestras pequeñas sabidurías y deseos de ser más que las otras? ¿Cómo andamos, las que estamos en el oficio de las animadoras, de la solicitud por las hermanas?: esa actitud de mirar las necesidades de otras más que nuestras propias, de preguntar “¿cómo estás?” incluso cuando ya ni te puedo mirar.
¿Cómo trataríamos a María si viviera con nosotras como una más? No como animadora, sino como esa hermana sencilla que cada día pasa horas interminables sentada en la portería del colegio, o cerrada en su cuarto rezando “Dios te salve” millón de veces al día, o esta otra que corre de un encuentro al otro sin tiempo ni para sentarse en la capilla o en la mesa… María nos enseña el arte de ser hermanas que juntas cantan las maravillas de Dios, que esperan en fríos noches del invierno la llegada de un huésped inesperado, que tejen juntas la historia de la salvación por medio de los delgados hilos de la cotidianeidad, que dejan que “la pequeña de casa” sea su guía porque saben ceder el paso en el tiempo oportuno. María refleja también a la Iglesia de la que es imagen y figura. Que también la Iglesia sea una hermana de todos que vive en obediencia, amor, pobreza y solicitud fraterna dejando que los pequeños la guíen por los caminos de Dios.
Hna. Aleksandra Nawrocka, cmt
[1] Cf. Papa Francisco, Caminar con Jesús: la esencia de la vida cristiana, 2015.
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